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Letra Nueva

El diccionario, amigo de los amantes de la lengua

El diccionario, amigo de los amantes de la lengua

Hasta hoy nunca antes había gastado dinero en un diccionario, un “mataburros”, como decían los guajiros cubanos hace un tiempo. Durantes mis años de estudiante nunca tuve la oportunidad de comprar uno, aunque siempre vigilé con malas intensiones los diccionarios que guardaba celosamente mi mamá.

 Con el tiempo me regalaron varios de esos compendios de sabiduría en varios idiomas. Lamento ahora haber prestado un diccionario alemán bastante nuevo y haber regalado uno francés. Lo que sí no lamento es haber regalado un pequeño “intento de diccionario” español que gané en un concurso escolar. Digo que no lo lamento porque era demasiado pequeño y te dejaba en la boca el hambre de conocimientos y las ganas de extender sus pocas acepciones y significados a un número mayor.

Con el tiempo, cuando comencé a entrar poco a poco en ese fascinante mundo de las letras y el periodismo, muchas veces busqué algún buen diccionario. Lo consideraba una cuestión de honor para mi futura profesión. Como me dijo mi madre en una ocasión: “El diccionario no te va a servir solamente para saber el significado de alguna palabra difícil, sino que te ayudará a tener un dominio exacto del lenguaje” y lo decía con la experiencia de muchos años como profesora de Gramática Española. Ella fue una de las que cuidó con esmero sus diccionarios de Sinónimos y Antónimos, el de Verbos, su Cervantes y otros más que utilizaba casi a diario en su trabajo.

Todavía tengo dos ejemplares en otros idiomas que sí guardo con recelo; un Harper Collin Español-Inglés editado en 1995 (75 000 acepciones) y un Oxford Español-Inglés del 2001 (100 000 acepciones), esos los presto en ocasiones pero a selectas personas.

Este último diccionario fue un regalo de los dioses que encontré durante la recién finalizada Feria Internacional del Libro, un Cervantes de la Real Academia Española, editado por Francisco Alvero Francés en dos tomos, que pasará a remplazar a un Cervantes deshecho y maltrecho que todavía está escondido en alguna gaveta de mi casa.

Al leer el Prefacio de este último diccionario que compré me asaltó la duda de cuándo aparecieron estos libros, que sirvieron y sirven de mucha ayuda para todos, pero sobre todo para aquellos que tienen una profesión relacionada con el habla.

En la red de redes, ese otro gran invento de la humanidad, encontré algunos datos sobre este particular. Se dice que en el siglo VII antes de la Era Cristiana, en Mesopotamia, un rey asirio, mandó a tallar en tablas de piedra, diversas palabras que eran utilizadas en aquella época, en esta región oriental. Más adelante, con toda la fuerza y el empuje intelectual de los filósofos griegos, es que uno de ellos, Apolinio, crea una recopilación de léxico griego, en un texto escrito, llamado Lexicón. Más tarde a la especialidad que se encargaba de editar y organizar los diccionarios se le llamó “lexicografía” en honor a este texto griego. Esto ocurría en el siglo III A.C. Posteriormente se fueron desarrollando, ya pasado el siglo X, distintos diccionarios, que en la actualidad, son representativos del vocablo de todos los países del mundo.

Abundando más sobre la historia y la significación para la humanidad de los diccionarios encontré que el primer diccionario vinculante para toda Hispanoamérica, el diccionario de la Real Academia de La Lengua, tuvo su primera edición en el siglo XVIII.

 En la actualidad existen diccionarios especializados, de términos raros, técnicos, bilingües, de verbos, enciclopédicos y una serie de diferentes tipos de “mataburros” que acumulan una gran parte del conocimiento actual y que son primos de mi flamante Cervantes.

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